EDITORES DE MODA: LOS ÚLTIMOS EMPERADORES
POR MANUEL SANTELICES - agosto 11th, 2023Como tantas cosas en la vida, la moda se ha vuelto más democrática, al menos, en apariencia. Cualquiera con acceso a un celular y señal Wi-Fi es, de pronto, un comunicador, un influencer, un crítico, una autoridad. La moda es dominio de todos. Las grandes marcas presentan sus colecciones en forma global, streaming para cada zapato, cada cartera y cada costura desde Sâo Paulo a Timbuktú, acumulando likes y comentarios a través de plataformas como Instagram o Twitter, en una práctica cada vez más común, llevando las prendas de la pasarela al punto de venta en forma casi inmediata, porque, si algo está claro, es que en esta República Democrática de la Moda no hay un minuto que perder. Pregunta a cualquier ciudadano/a en la calle y recibirás opiniones sobre los accesorios de Schiaparelli, las falditas de Miu Miu o las carteras de Jacquemus. Todo se ha visto. Todo se sabe. Todo es materia de discusión. Las cosas eran muy distintas hace un par de décadas, como en los años 90 y comienzos del nuevo milenio, cuando comencé a cubrir la Fashion Week de Nueva York, incluso antes de que fuera conocida como tal. Organizada por Stan Herman y Fern Mallis, por entonces líderes del Council of Fashion Designers of America (CFDA), la Semana de la Moda se presentaba, originalmente, en una serie de carpas instaladas en Bryant Park, en el corazón de Manhattan, a solo pasos de la Séptima Avenida, también conocida como ‘Fashion Avenue’, porque, por esos días, la mayoría de los diseñadores más conocidos tenían ahí sus ateliers. Por protocolo y actitud, el ritual estaba lejos de sugerir una democracia. Parecía mas bien una monarquía.
Afuera de las carpas, una multitud de fotógrafos y curiosos se agolpaban para observar, aunque fuera de lejos, a los invitados. Legendarias grandes damas de Park Avenue, como Pat Buckley, Nan Kempner, Mica Ertegun o C.Z. Guest, se abrían paso rápidamente por la muchedumbre, agitando sus Birkins y Kellys, sus bufandas de seda y sus abrigos de cashmere, alertando a los equipos de seguridad y relaciones públicas que, como lacayos en una corte, les indicaran el camino hasta su asiento en primera fila. Ivana Trump, Nina Griscom y Barbara Walters lanzaban besos al aire, mientras las cámaras concentraban sus lentes en las hermanas Miller -Pia, Marie Chantal y Alexandra-, las predecesoras de las hermanas Hilton como las ‘celedebutantes’ más famosas del mundo. Oscar de la Renta,Carolina Herrera y Bill Blass eran estandartes del establishment; las megabrands de Ralph Lauren, Calvin Klein y Donna Karan se convertían en favoritos de Wall Street, y Marc Jacobs, Anna Sui, Stephen Sprouse y Rei Kuwakubo establecían su reputación como ídolos del downtown Manhattan y líderes de una nueva generación. Linda Evangelista era la gran diosa de la pasarela. Kate Moss había apenas superado la pubertad. El mundo se sentía joven y optimista.
En la escala jerárquica de entonces -mucho antes del asalto de los bloguers, vloggers, influencers y, finalmente, los “creadores de contenido”-, los editores de moda ocupaban quizás el punto más alto. De todos ellos, Anna Wintour es la única que mantiene su sitial, pero el resto, por una razón u otra, perdió su estatus con el paso del tiempo y los vaivenes de la marea cultural. Antes de que las luces se apagaran al inicio de un gran desfile, era posible ver ubicados en asientosprivilegiados, junto a la pasarela, a un regimiento de editores y críticos tan famosos y admirados como una celebridad: Carrie Donovan, Polly Mellen, Stefano Tonchi, Franca Sozzani, André Leon Talley, Hamish Bowles, Cathy Horyn, Grace Coddington, Anna Piaggi…
Ilustraciones por Manuel Santelices
Su poder e influencia eran palpables, no solo por la diferencia con que eran tratados en todo momento, sino por su propia actitud, la que en algunos casos llegaba al borde de lo imperial. Opinantes, eruditos y con una clara tendencia al dramatismo. Esta fue una generación periodística criada a la sombra de iconos, como Eleanor Lambert, Carmel Snow y, sobre todo, Diana Vreeland, una mujer que definió la moda americana durante medio siglo como directora de Harper’s Bazaar, Vogue y como curadora del Costume Institute del Museo de Arte Metropolitano. Su estilo era único y su personalidad, arrolladora. El rostro largo y huesudo estaba marcado por una prominente nariz, ojos vivaces y mejillas maquilladas furiosamente, con el rouge más rojo que pudiera encontrar en su tocador. La Vreeland vivía la moda como una religión, una severa y exigente: las suelas de sus zapatos debían ser lustradas frecuentemente y sus camisas de dormir requerían, al menos, dos pruebas en su tienda de lingerie favorita en París. Su dicción y sus dictados son asunto de leyenda, y con razón, porque podía decir las cosas más disparatadas: “¡¿Por qué no lava el pelo de sus niños con champagne?!”, y lo hacía con tal autoridad y dramatismo que parecían mandamientos escritos en las Tables de Moisés. André Leon Talley, que inició su carrera como asistente de Vreeland, fue su fiel compañero hasta sus últimos días, cuando pasaba tardescompletas leyéndole novelas clásicas rusas en su lecho de enferma. Fue, por lo mismo, el más claro heredero de sus modismos. “¡Hay una hambruna de belleza! ¡Haaaaaambruuuna!”, vociferaba en reuniones de pauta en Vogue, donde llegaba gigantesco y majestuoso envuelto en enormes capas de Tom Ford o abrigos de Norma Kamali. Polly Mellen, en Harper’s Bazaar, Vogue y Allure, y Hamish Bowles, actual editor jefe de The World of Interiors, son otros destacados alumnos de la escuela Vreeland, tanto en su peculiar estilo como en su dicción.
Con la cultura contemporánea tan fragmentada y los polos de influencia tan disminuidos, es difícil expresar el poder que estos editores tuvieron en su momento. En Condé Nast, hogar de Vogue, Vanity Fair, The New Yorker y otras revistas, un ejército de automóviles estuvieron durante décadas a la disposición de sus empleados para trasladarlos a donde fuera y nadie de importancia viajó en ‘Premium Economy’, solo en Primera. En sus memorias, Grace Coddington recuerda producciones en París, para Vogue, con estilistas, fotógrafos, modelos, peluqueros y asistentes en vuelos transatlánticos y alojados en el Ritz. Las cosas son muy distintas hoy. Otra diferencia es el peso de sus opiniones, el que se ha diluido considerablemente. Las carreras de John Galliano, Marc Jacobs o Proenza Schouler, probablemente, no serían las mismas sin el apoyo de Anna Wintour, del mismo modo que una crítica negativa en el Wall Street Journal podía afectar la posición de un diseñador. Como crítico de modas de The New York Times, Cathy Horyn se hizo famosa por sus columnas filudas como un puñal, repletas de información,opinión y sarcasmo. En una oportunidad llamó a Oscar de la Renta “el hot dog de la moda americana”. De la Renta respondió con una carta refiriéndose a la periodista como “una hamburguesa agriada”. Giorgio Armani le prohibió la entrada a sus desfiles, algo que muchos diseñadores, de Carolina Herrera a Geoffrey Beene o Yves Saint Laurent, hicieron en alguna ocasión como reacción a comentarios negativos en la prensa. “Karl Lagerfeld fue la última persona que abrió sus puertas a un número importante de periodistas”, comentó Horyn en una entrevista. “Ahora una debe agendar una cita, la encargada de Relaciones Públicas quiere estar presente y lo que se va a decir ya está acordado”. Eso, dice la periodista, crea una sensación “manufacturada”, donde la opinión, la sorpresa y laoriginalidad dejan su asiento en la primera fila de la moda y se ubican en Siberia, mucho más atrás de un halagador post en Instagram.
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